‘Mindfulness’: la atención plena

Apenas he empezado a escribir este artículo cuando mi ordenador me ha avisado de que tengo tres correos nuevos en mi bandeja de entrada. Además, he recibido dos llamadas y varios mensajes. Ya puestos, he entrado en el As para comprobar si había sucedido algo relevante en el mundo del deporte. Media hora y aún no he escrito ni una sola línea.

La desconcentración es continua, el bombardeo no cesa. Mi único consuelo, si podemos llamarle así, es que esto no me ocurre solamente a mí, es el signo de los tiempos digitales. Según las estadísticas, como máximo pasaríamos unos once minutos de media concentrados en una actividad antes de que algo o alguien nos interrumpa. Y si nadie lo hace, somos nosotros mismos quie­nes desconectamos. Por si fuera poco, cada desconcentración provoca que cueste entre diez y veinte minutos reemprender la actividad. No estamos acostumbrados a estar presentes en el presente. Nuestro cuerpo está, pero no nues­tra cabeza. Nos hemos habituado a la distracción, a la atención parcial, algo parecido a una plaga universal de síndrome de déficit de atención. Se quiere estar tan conectado que se olvida de que lo primero es hacerlo con uno mismo. Y esto produce estrés, ansiedad, sensación de agobio, de llegar tarde a todo, de no tener tiempo para nada.

Así, no es de extrañar que haya irrumpido con fuerza el concepto de mindfulness. Esta práctica de origen budista cuenta con más de 2.500 años de antigüedad, sin embargo en Occidente no aparece hasta hace unos treinta años para tratar problemas asociados al estrés y al dolor crónico. Hoy, las aplicaciones de este concepto se extienden a casi todos los campos, como por ejemplo al de la educación y la enseñanza. Es habitual ver que las universidades ofrezcan a sus alumnos talleres de atención plena, conscientes de que en la mayoría de los casos la distancia que separa el éxito del fracaso no reside en el talento natural, sino en la capacidad de concentrarnos, que permite retener conceptos, relacionarlos, entenderlos e incorporarlos en nuestras estructuras de pensamiento. Y es que por más capacitado intelectualmente que uno esté, sin atención el suspenso es casi seguro. Se ha de comprender que el cerebro no es multitarea. Solo podemos concentrarnos en una cosa a la vez y si no lo hacemos, si intentamos estar en varios lugares al mismo tiempo, no conseguiremos un resultado tan satisfactorio como aquellos que con igual o menor capacidad que nosotros sí que son capaces de poner todo el foco de su atención en la actividad concreta que están desarrollando.

Los estudios científicos han demostrado lo que hace más de dos mil años ya sabían los budistas, es decir, que un estado de atención consciente ayuda no solo a reducir el estrés o la ansiedad, sino también a ser más creativos, a poder juzgar y valorar las situaciones con mayor claridad, a aumentar la resistencia emocional y a disfrutar más de lo que se está haciendo.

Como tantas otras capacidades del ser humano, la atención también se entrena. Porque es un músculo que cuando se usa se fortalece y cuando no, se atrofia. Los resultados, lógicamente, son progresivos y podemos, poco a poco, ir alcanzando cotas de mayor atención. Además, si nos enfrentamos a actividades que van a reclamar más concentración, como por ejemplo una época de exámenes, entrenar unos minutos nos preparará para expandir los límites de nuestra atención, minimizar los efectos de las distracciones, propias y ajenas, y disfrutar del momento. Así que ahora vamos a crear nuestro propio gimnasio de mindfulness. Para ello necesitaremos reservar entre 5 y 20 minutos al día de entrenamiento y empezar con estos tres ejercicios que se pueden repetir cuantas veces se quiera e, incluso, introducir todas aquellas variaciones que nos vengan a la cabeza. Lo importante es practicar.

La pasa. Este es uno de los ejercicios más utilizados en los talleres de mindfulness en todo el mundo. Es tan sencillo como revelador. Se trata de tomar una pasa. Sí, una simple uva pasa. Pero no nos la comemos, no aún.

Primero se observa con detalle y hay que centrarse en darse cuenta del amplio abanico de colores y tonalidades, de cómo incide la luz en sus pliegues, en su textura rugosa. En lo

irregular de sus formas a nuestros ojos. Se trata de captar todo lo que se pueda ver. Luego, hay que cerrar los ojos y tocar la uva pasa. Pero con mimo. Hacerla bailar entre los dedos, para darse cuenta de su tacto, del nuestro; de cómo se mezcla su piel con la nuestra.

Después, con los ojos cerrados todavía, nos ponemos la pasa en la boca. No la mordemos, sino que la acariciamos con los dientes primero para luego notar que cae en nuestra lengua, acolchándola. Ahora exploramos con la lengua, de la misma manera que hemos hecho con los dedos. Lentamente. Sin prisas. Disfrutando de todo lo que una simple e insignificante uva pasa nos puede ofrecer. Al final, ahora sí, la mordemos. Y somos conscientes de una explosión magnífica que se produce en nuestros sentidos. Percibimos su sabor, cómo se funde y confunde con el nuestro, con la saliva, con el gusto. Tratamos de llenarnos toda la boca con esa mezcla, llegando a todos los rincones. Solamente entonces nos tragamos la pasa y notamos cómo baja por la garganta, cómo abandona la boca y se integra en nuestro interior. Una vez finalizado el ejercicio, esperaremos unos segundos para abrir los ojos y celebrar que hemos disfrutado de una pasa, tal vez por primera vez en la vida, en lugar de engullirla. La hemos sacado todas las posibilidades que tenía para ofrecernos. Eso es lo que ocurre con el presente, que si lo engullimos con las prisas y la falta de atención, no dejamos que nos dé todo lo que tiene para ofrecernos.

Pinte y coloree. No es la primera vez que en este espacio se habla de la importancia de recuperar ciertas actitudes y actividades infantiles en beneficio del desarrollo personal. Sin duda, este es uno de los casos más llamativos. Y es que, últimamente, desde distintos ámbitos, se insiste mucho en los beneficios del clásico pinta y colorea, que todos hemos practicado, en relación con el mindfulness. Se trata simplemente de tomar unas plantillas en blanco y negro, sacar los lápices de colores y ponerse a pintar. Con atención. Abstraídos. Concentrados. De la misma manera que cuan­do éramos niños.

Probarlo no cuesta nada, en Internet podemos encontrar infinidad de plantillas de todo tipo, sobre todo mandalas, que son las representaciones del macrocosmos y el microcosmos usadas en el budismo y el hinduismo. Esta actividad, tan simple, reducirá nuestro ruido interior, nos permitirá entrenar el arte de poner el foco en una sola actividad, conectaremos con nuestra parte creativa y estimularemos la psicomotricidad. Carl Jung, el gran psiquiatra suizo, no dudaba en afirmar que “la práctica del mandala es la única terapia que se puede hacer solo”.

Respiración. Igual que los deportistas aprenden que para mejorar el rendimiento deben respirar correctamente, nosotros también tendremos que practicar la respiración en nuestro gimnasio de atención plena. A pesar de que existen muchas clases de respiración, se puede empezar con la más sencilla, que es la respiración cuadrada. Básicamente se trata de acompasar la respiración, darnos cuenta de que se está respirando y apartar todo pensamiento que quiera inmiscuirse en este ejercicio. Eduard Punset, en su blog, enseña con su aparente sencillez cargada de pedagogía cómo practicar la respiración en beneficio de la atención plena:

“En primer lugar, adoptar una postura de descanso. En segundo lugar, respirar profundamente gracias a una absorción moderada de aire y su consiguiente y posterior exhalación. En tercer lugar, dejar que el organismo supere el acto de respirar profundamente para acariciar, muy brevemente, los pensamientos a los que se renuncia. En cuarto lugar, tomar nota de que el acto de respirar fue interrumpido por algún pensamiento para volver cuanto antes al proceso respiratorio. Basta con repetir durante diez minutos cada día lo anterior –y ese es el quinto paso– para constatar que ha mejorado la focalización de la atención”.

 

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